Un pastor desalojó a casi 200 migrantes, pero su hermano los acogió a todos
MATAMOROS, México — Durante el verano, cuando los migrantes se apresuraban para llegar a Matamoros, una ciudad fronteriza, un pastor perdió la …
MATAMOROS, México — Durante el verano, cuando los migrantes se apresuraban para llegar a Matamoros, una ciudad fronteriza, un pastor perdió la paciencia.
El pastor, Víctor Barrientos, había invitado a decenas de solicitantes de asilo a vivir en su iglesia, creyendo que era su deber religioso como cristiano evangélico. Pero, de pronto, le pareció que había mucha gente. Dijo que sus invitados eran desordenados y estaban “fuera de control”, y luego, justo cuando llegó la tercera ola de la pandemia, comenzaron a contraer el coronavirus.
Entonces, un día a fines de junio, el pastor echó a casi 200 personas a la calle. Solo dejó que se quedaran algunas familias.
“No recibo ayuda estatal o federal”, dijo el pastor. “Es una iglesia nomás, no es un lugar para albergar a gente”.
Sin otro lugar adonde ir, los migrantes cruzaron la calle y encontraron refugio con la única persona que los podía acoger: el hermano del pastor, Joel, quien trabaja como técnico para un proveedor de internet. Alojó a toda la gente que pudo en su casa de un dormitorio.
Él y su esposa trasladaron la mayoría de sus pertenencias a su recámara para hacer espacio, y ahora duermen en el suelo. Y permitió que los migrantes que no podían quedarse adentro de la vivienda instalaran carpas en el techo.
“No sé”, dijo Joel Barrientos, fijando la mirada en la iglesia cercana de su hermano, “qué le pasó”.
Durante mucho tiempo, Matamoros solo fue una parada fugaz para los migrantes en su camino hacia el norte, conocido por ser un terreno violento que es mejor atravesarlo lo más rápido posible. Pero después de que el expresidente estadounidense Donald Trump obligó a que las personas se quedaran en México, mientras solicitaban el estatus de refugiado, la ciudad se convirtió en un lugar donde los migrantes esperan su destino a largo plazo.
Después de que el presidente Joe Biden comenzó a permitir que los solicitantes de asilo cruzaran la frontera, se clausuró un campamento de migrantes en Matamoros, justo enfrente de Brownsville, Texas. Pero llegaron más personas y pronto se encontraron con las restricciones de una frontera desbordada.
Las mejores estimaciones sugieren que hay muchos cientos, si no es que miles, de migrantes escondidos en la ciudad, y reciben poca ayuda de las autoridades mexicanas.
En cambio, un conjunto de organizaciones sin fines de lucro que ofrecen asistencia humanitaria y los residentes de Matamoros, como suele suceder en los pueblos de todo México, son los que ayudan y permiten que los migrantes se queden en porches o jardines, convirtiendo las iglesias en campamentos improvisados y, al menos en un caso, crearon un refugio en una casa abandonada.
A medida que se alarga la espera que enfrentan los migrantes, la generosidad de algunas personas de esta ciudad, que alguna vez fue próspera, se está agotando.
Víctor Barrientos, el pastor de 50 años, dijo que recibió por primera vez a los migrantes en su iglesia en 2014, cuando niños centroamericanos comenzaron a llegar masivamente a la frontera. En Navidad, “compramos regalos para los niños”, dijo.
Unos años más tarde, mientras caravanas masivas de migrantes se dirigían hacia el norte, encontró a familias enteras durmiendo fuera del puente que conduce a Brownsville. Pronto, la cifra de personas que permanecían dentro de su iglesia creció hasta alcanzar los tres dígitos.
“Me trató bonito, te voy a ser honesta”, dijo Iris Romero Acosta, una migrante hondureña que conoció al pastor en 2019, cuando vivía en las calles de Matamoros. “Él llego a repartir comida y fue a recoger la gente”.
Romero, de 51 años, se mudó a la iglesia con su hija y dos nietos. Explica que el pastor era una persona alegre que invitaba a una banda de mariachis para que tocara en el Día de la Madre y compraba pastel para celebrar los cumpleaños.
“Nos atendió bien”, dijo. “Era bien solidario”.
Como el pastor comenzó a viajar fuera de Matamoros, y este año se postuló para alcalde, dejó la iglesia al cuidado de su hermano Joel Barrientos, de 49 años. A medida que más personas comenzaron a fluir hacia Matamoros, el hermano y su esposa, Gabriela Violante, llegaron a alojar a más de 200 personas.
Las filas para el baño crecieron tanto que las mujeres comenzaron a entrar solo para reservar un lugar. Los pisos estaban cubiertos de familias que dormían hacinadas. La gente tuvo erupciones, resfriados y luego llegó el coronavirus.
Cuando el pastor regresó a la iglesia un domingo de abril, dijo que estaba consternado por lo que encontró. Los refrigeradores estaban “llenos de insectos” y “nadie usaba mascarillas”, afirmó.
Hizo que todos se hicieran una prueba de coronavirus, y después de que comenzaron a llegar los resultados positivos, perdió la paciencia. Decidió permitir que un pequeño grupo se quedara, pero todos los demás se tuvieron que ir.
“No puedo resolver la vida de todos”, dijo.
Romero, quien se encontraba entre las personas que se fueron, reconoció que el lugar se había vuelto “cochino” y que los pañales “estaban tirados por ahí”.
Sin embargo, le cuesta conciliar la imagen del hombre que la sacó de las calles con el que la botó de su iglesia.
“Se desconoce por completo”, dijo Romero. “Me cambiaron el corazón del pastor”.
Ahora, la casa del hermano del pastor está llena de colchonetas donde la gente duerme hacinada. Tuvo que construir un baño adicional, cerca de la entrada de la vivienda, y siempre hay alguien cocinando en la estufa.
Tanta gente puso carpas en el techo que recientemente, “se comenzó a caer”, dijo Joel Barrientos, mientras reía. Tuvo que construir una columna en el medio de su sala de estar para soportar el peso.
Cuando se le preguntó por qué había acogido a tantos, habló de su fe. “Nosotros amamos la obra”, dijo. Y afirmó que su hermano “cambió” en algún momento y ahora “no quiere al migrante”.
Su esposa, Violante, es más directa. “Él puede hablar de la Biblia”, dijo sobre su cuñado, “pero no la lleva a la práctica”.
Sus vecinos han reaccionado con cautela ante el desbordamiento de migrantes en sus puertas. Cuando llueve, algunas personas dejan que las familias se resguarden en sus garajes.
Mario Alberto Palacios, un comerciante local, comenzó a cobrarles 12 dólares semanales a las familias que instalaron carpas afuera de su tienda. Palacios exige un pago de 50 centavos cada vez que alguien usa el baño.
“No les cobro luz y agua”, dijo Palacios, defendiendo las tarifas.
Un domingo reciente, algunas de las familias migrantes que vivían con el hermano del pastor detuvieron sus rutinas de la tarde para escuchar mientras el sonido de la música rock cristiana en vivo atravesaba el aire sofocante.
Dentro de la iglesia, la multitud escuchaba a una banda cuyo cantante principal regresaría al día siguiente para tocar dentro de la casa del hermano del pastor durante su propio servicio religioso, en el que varios amigos se turnaron para dirigir las oraciones.
Las familias se sentaron en silencio, mientras escuchaban el coro. Sabían que no debían acercarse más allá de un poste que marcaba el lugar donde comenzaba la tierra del pastor.
“Mamá”, gritó una niña pequeña, mientras se escuchaba una canción sobre el amor de Dios en la iglesia. “Esta me la sé”.
Durante su sermón sobre el valor de la familia, el pastor dirigió su atención, brevemente, al tema de los migrantes. A veces, le dijo a su rebaño, los migrantes no actúan de manera apropiada.
“Aunque el migrante se porta mal, Dios protege al migrante”, dijo, y su voz casi se convirtió en un grito.
“Bendice a nuestros hermanos migrantes”, dijo el pastor, señalando la puerta abierta, donde decenas de familias estaban reunidas en carpas, pero ya no estaban en su terreno. “Bendice, bendice”.